El tiempo se prende al mármol como la estela de un recuerdo se dibuja en la mente. Los sitios pasan tal cual las voces y sus lenguas, los olores de la vida, el adiós o el amor que estuvo a nuestro lado en el mismo tren.

viernes, 18 de mayo de 2018

POR TODOS LOS DÍAS DE LA VIDA


En la continuidad de la vida está el inicio de todos los días y en ellos, los derechos elementales que nos pertenecen como ciudadanos declarados un 26 de Agosto de 1789 y universalmente el 10 de Diciembre de 1948.
Una plazoleta en Saint Brieu de Francia lo recuerda y el día que lo descubrí me pregunté por qué nunca vi un cartel similar en nuestro país. Pensé en un descuido histórico o de un convencimiento natural de tal concepto que no necesita estar escrito públicamente.
Que así sea. (JLR)                                                                 
                                                                    

martes, 26 de noviembre de 2013

nubes

Ellas parecen oscurecer el día con tristeza
acomodar el tiempo de la quietud
de la lluvia mansa o tensa, de las hojas desmembradas
y la soledad que nos reclama para decir sus cosas.
El patio yace húmedo, fértil, alfombrado en ocre
mi guitarra suspira en silencio pues sabe que será abrazada
y las melodías llegarán, con su novedad o sus tonos viejos, 
todo está bien, mis barcos de papeles escritos navegan por un río caudaloso.
Nubes cerrando el cielo, salvando la sed que merodea
motivando el alba, la rutina, los pajaritos albañiles del barro
los ruidos cautos en las casas que temen despertar
horas que mueren de otra manera, como quienes vuelan bendecidos por el cielo.
Dejo que la borrasca fiel me vuelva a bautizar 
mirando alto hasta que el agua me haga cerrar los párpados,
camino descalzo hollando la tierra blanda y pienso que, 
mañana diré, al ver las marcas, por aquí he andado, doy fe.
                                           
                           Texto y fotografía de José López Romero

domingo, 2 de septiembre de 2012

1966 (A modo de ensayo)


El salvavidas, los gorritos blancos y la ropa que se adivina de fajina en el ámbito marinero, corona un momento feliz a bordo del viejo patrullero donde pasé cuatro años de mi vida.
Figueroa, Vicedo, Niz, Ferro, Ferreyra y yo, reíamos alegremente desde una desbordante  camaradería, estábamos a punto de llegar a puerto, después de un largo mes de mar y horizonte. Las altas torres de Buenos Aires que ya se divisaban, canal 7 y el Cavanagh, eran cual promesa de un sabor distinto a la disciplina "pirata" del barco. 
Navegar era nuestro oficio, perfeccionar y prestar la actividad específica de cada uno y algo que no era menor, tratar de convivir bajo cualquier circunstancia, a veces en situaciones de estrechos límites. Pasados muchos años de esta foto, rememoro el instante y me parece lícito rescatar aquél tiempo de juventud, donde sin saberlo, ya estábamos casi inmersos en un conflicto político - social que más tarde enlutaría al país de muy mala forma, corría 1966. 
Veníamos del sur continental y la cercanía del apostadero presagiaba muchas cosas moviendo la imaginación festivamente. La noche del "bajo Retiro" con sus bares ruidosos, los tragos interminables y los aromas particulares de sitios atrayentes, oscuros y prostibularios, donde se podía encontrar toda clase de personajes y aventuras burdas como insólitas.  A nadie se le ocurría prejuzgar entonces estas posibilidades que para nuestra mocedad significaban diversión, pocos pasaban los veinte años y algunos estábamos debajo de ellos. 
Un general de ejército, Onganía, había tomado el poder destituyendo por la fuerza al Doctor Ilía, Presidente honesto y preclaro elegido por el pueblo. La salida que ansiábamos quedó restringida y sin efecto, porque media hora antes de atracar, nos arengaron diciendo que  éramos "bando rebelde" del golpe de Estado en marcha. 
Por muchos días, desde la dársena de Puerto Madero, nuestros cañones apuntarían hacia una ciudad indefensa pero también indiferente. (texto y foto de José López Romero)     

lunes, 30 de julio de 2012

“Beleto” Magna (a modo de ensayo)





El alma de un niño suele guardar aquellos nombres que en los primeros tiempos de la vida le impresionan. Y hace de estas figuras recogidas con el esmero de la infancia, una legión de héroes que no olvidará mientras viva. Pedro Magna, o “Beleto”, como se lo conoció en nuestro barrio popular, fue  jugador de Sportivo, miembro de una familia esperancina que nutrió al “zanjonero”, cada uno a su tiempo, con tres hermanos que vistieron la tradicional camiseta negra y blanca.
“Beleto”, “Cabezón” y “Gallo”, apodos que dejaron lejos sus nombres propios,  entregaron sus condiciones a pleno corazón, sin pensar más allá de que jugaban para su gente, y en eso empeñaron tanta nobleza. Quizás con Pedro se fue una parte importante de la historia de un club que todavía no ha escrito su gran libro. El libro que yo, como parte de algunas de sus páginas menores, le adeudo.                        (Fotografía y texto de José López Romero)

viernes, 13 de julio de 2012

Pensar cada día (a modo de ensayo)




Hace demasiado frío esta noche, pensó Julián mientras trataba de llegar a su casa más o menos temprano. En el camino vería a unos chicos apretujados en un rincón compartiendo algo que pasaban de mano en mano a escondidas. El semáforo le dio paso y el episodio quedó atrás como otras veces. El trayecto de regreso luego de su trabajo en el centro de la ciudad, le era rutinario. La cantidad de gente que como él volvía a sus hogares se multiplicaba, un calco de cada jornada. Atardecía rápidamente y recordó que sus hijos habían pedido ir al shoping a ver el nuevo estreno de Harry Potter. No había hecho reservas de entradas y supuso que acceder a cualquiera de las funciones sería engorroso. De todas maneras es viernes -se dijo- tengo sábado libre y dispondremos de tiempo para conseguir ver la película. 
Una sirena insistente y presurosa pedía paso detrás suyo. Desvió a un costado su vehículo y una ambulancia lo sobrepasó rumbo a su emergencia. De pronto el tránsito se fue haciendo lento y en seguida un semáforo lo detuvo. Unos muchachitos aparecieron de la nada, era usual, incluso una niña muy bonita y desgreñada, en conjunto pusieron en movimiento un “show” de malabares y tragafuegos que no a todos los conductores agradaba. A Julián también le caía mal esta historia repetida de “mangazos”, cuando no un “piquete” con la mala idea de las cubiertas incendiadas. Reflexionaba al tiempo que mecánicamente estiró su mano con dos monedas ya preparadas para momentos similares. Luego vendrán los “limpiavidrios” con sus trapos mugrientos - se dijo - Otra vez el ademán  de buscar en la gaveta, bajar el cristal, rozar una mano en cuenca, jamás escrupulosamente limpia como la suya.
Adelante habría un taponamiento, supuso, ya que el tránsito se detuvo literalmente. Nadie avanzaba y así, un número inusitado de automovilistas quedó a “merced” de una nube de mendicantes. Era como una oferta del destino este embotellamiento vehicular obligado que recibió un “topetazo” de miseria urbana. El fastidio y algunos pedidos de auxilio fue una cronología penosa que nadie quería presenciar. Quienes interactuaban cumplían los roles que una sociedad hipócrita y desproporcionada les brindaba. Todos en su distinta calidad humana, con sus propios intereses a cuesta, parias o bendecidos. Después de largos minutos la congestión del tránsito comenzó a ceder. La caravana aunque lenta ya no se detuvo, casi era de noche. A paso de hombre los vehículos cruzaron por el punto de la interrupción en la calle. Allí estaba la ambulancia todavía y los camilleros levantaban cuerpos inanimados. Un par de autos y una escena atroz como sangrienta se revelaba a la luz de potentes reflectores. Aquél cuadro con su sonido de llantos, expresiones desesperadas y otras solidarias, también quedó atrás. Este dolor urbano mañana sería titular sensacionalista de noticieros y diarios.
Julián atravesó el portero eléctrico del edificio donde vivía y aquellas contrariedades ya no pesaban en su mente. Acostumbraba a borrar de sí las cosas que no lo involucraban. “Eso lo tienen que arreglar los políticos”, caviló desde su convicción. Cenaremos afuera, dijo en voz alta mientras marchaba a bañarse. Sus hijos jugaban por internet y su esposa conversaba por el celular. 
En el pasillo al salir del  baño, miró de reojo una foto grupal tan lejana que le pareció ajena. Se buscó en esa imagen olvidada y allí estaba. Apenas diez años, con uniforme scout, el tradicional pañuelo azul al cuello, mochila de lona verde y dos dedos juntos en señal de “siempre listo”.
Esto fue una cachetada a su fría indiferencia de todos los días, y esa promesa de la niñez de servir a los semejantes, una fidelidad oscurecida por el radiante  apego material de tantos años. Esa noche, Julián convenció a los suyos de quedarse en casa. Juntos desenchufaron los aparatos, jugaron al baúl de los sueños y recuerdos y hablaron un poco de la vida.

                                                                                               Por José López Romero

miércoles, 4 de julio de 2012

La última cruz del hombre (a modo de ensayo)






Apagué el televisor y quedé pensando en soledad. Las palabras de un amigo se habían grabado en mi conciencia cuando dijo; "No tenés que hilar demasiado fino, porque a nadie le interesa y te dejan solo". Era bien caída la tarde del martes cuando hablábamos en su vereda alfombrada de hojas secas, de aquellas cosas que no se manifiestan con cualquiera. No sé por qué, encadené estas reflexiones en el día que Judas traicionara a Jesús. Mi escasa práctica religiosa había olvidado estos detalles litúrgicos, pero me ilustró por casualidad, una publicación que leí al pasar. Tenía que escribir, intentando sacudir de mis oídos la superficial preocupación de un locutor, irritado ante el precio de los tradicionales chocolates de Pascua. Por asociación repentina, pensé en las "barritas" que los soldados invasores en Irak, estiraban hacia los niños temerosos pero hambrientos, a los costados del camino para ganar hipócritamente su amistad. Momentos antes habían ametrallado a diestra y siniestra, tal vez a sus padres, a sus hermanos, parientes o vecinos, dejando a su paso cadáveres humeantes y despedazados. La visión de esta catástrofe no era algo nuevo, lo recordaba de las películas de la segunda guerra, una de las tantas escenas que habremos consumido de niños en los cines. Soldados "USA" encima de sus carros de combate recibiendo el agradecimiento "entre comillas", de los pueblos liberados. Las sonrisas sembradas a fuego y cosechadas entre escombros y sangre. Recordé también la insistencia para que mi padre me construyera una ametralladora de madera con una banda elástica que tirara bolitas de paraíso. Los juegos de guerra en el baldío, las granadas de cascote de tierra, las trincheras en la cuneta. Nuestras batallas sin heridos ni muertos porque nadie quería morir. "¡Mentira, no me mataste!" - y quien ganaba la discusión seguía jugando a la inocente simulación de asesinar. Un día, un cascote de ladrillo le reventó uno de sus ojos al hijo del bicicletero del barrio. Aquello fue casi un duelo que nos mantuvo en casa temerosos, pero no nos olvidamos de los juegos bélicos y una semana después, volvimos a "guerrear" sin pesares. No sé si tendrá un significado esta contradicción, pero marca una constante de la vida, el hombre no es capaz de su última cruz. Vuelvo a las impresiones de la guerra, lo que inspirara estas líneas atropelladas y confusas. Hay poderes sin límites hasta hoy, que dominan, y mercaderes para financiar las desgracias más atroces, y como si ya no fuera suficiente, intentan diseminarlas en el espacio, fuera del planeta, aunque todavía con barreras. Son los mismos mezquinos intereses que permiten silenciosas y letales contaminaciones en nombre y beneficio de todos. 
Aún sigo contando de nuestra gente, de las pequeñas historias de todos los días, sencillos párrafos descubridores de lo bueno que guardamos de la convivencia. Posiblemente me haya equivocado en tocar un tema terrible y triste, que hoy está lejos, pero que nos incumbe si nos consideramos plenamente humanos. Mi deletreo filosófico es inadecuado para descifrar el triunfo del dolor, las banderas de la paz y la libertad ondeando con soberbia de misiles y bombas inteligentes. No alcanza tampoco para entender el mensaje de quien aniquila sin misericordia, en nombre de Dios. Razón, inteligencia y derecho, son patrimonios que se arrogan los dueños de la fuerza, los Goliat del mundo. La crucifixión de tantos Cristos urbanos, es la muerte en directo por una pantalla a todo color;  la tecnología para el progreso del miedo; los pueblos en lágrimas; sus niños mutilados; su cultura pisoteada, demolida con insania. Jesús de Nazaret podría haber tenido la apariencia de cualquiera de estos hombres del Medio Oriente. Vestía ropas parecidas, calzaba zandalias y caminó el desierto por las mismas arenas de Bagdad. Allí con esta gente, sufre en cada agonía de guerra otra vez el Calvario.

                                           por José López Romero

jueves, 31 de mayo de 2012

el niño de la bicicleta azul (a modo de ensayo)


Los caminos y senderos del campo cercano a la ciudad mantienen su encanto, árboles más o menos. Habiendo hurgado en relatos vividos de la vieja colonia Esperanza, a sus hombres y paisajes me refiero, sigo apreciando su belleza agreste, o lo que va quedando de ella, embestida por la prepotencia del progreso. No quiero decir de sus asesinatos arbóreos, pues lo habré escrito en otras melancolías sobre el tema, al no comprender el sacrificio de la naturaleza, por un poco más de espacio para la siembra. Deduzco y siento que vamos perdiendo por encima de las ganancias, y alguno dirá; “yo hago lo que quiero con mi tierra”. Otros, los menos, argumentarán que no hay dueños a muerte de cosas materiales, todo nos está prestado, con justicia o sin ella, y el advenimiento de la parca lo confirmará siempre, de acá nadie llevará un solo cobre al otro mundo, salvo sus secretos, que se desvanecerán en el silencioso barranco de la nada, donde todo se iguala.
Al entonar la introducción, no era la idea desgranar estos vagos pensamientos, sino ensayar una semblanza a la inocencia de aquél niño de la bicicleta azul, que encontré en mi andanza de pedalero consuetudinario.
El viento sur marcaba mi rumbo en una media tarde templada de otoño, y al doblar en la esquina de la escuelita, que mirando hacia el norte está a la derecha del camino a Cululú, esbocé en mi mente su hermoso destino de letras y números, donde la infancia aprende a vestir sueños de guardapolvos blancos. Por allí apareció el pequeño campesino de gorra gris montado en su bicicleta azul de ruedas chicas, una “mini” de las de antes. No se si sugestionado por la ropa de ciclista, se puso a mi lado y se esforzó por mantener mi ritmo. Yo desde un asiento alto, y él, de la estatura de sus doce  años y el rodado enano, nos miramos. Ese contacto fue suficiente para reconocernos compatibles para las  preguntas y respuestas en el tramo que hicimos juntos; “yo voy hasta de mi abuelo”, terminó diciendo y ahí, a poco de ruta 70 nos despedimos sin parar la marcha. Crucé el asfalto y miré a lo lejos diciéndome que por delante me esperaba una especie de calvario, salvando la irreverencia del ejemplo para describir los “huellones” y pozos por transitar, testigos de la última lluvia.
Atrás quedaba el saludable encuentro, casual y efímero con el pibe, quien me prendió su mirada limpia y la simpatía de su conversación descontaminada, de lo cual dejo fiel constancia en estas líneas de mi libro de aventuras.                                                                          (Un texto de José López Romero)