Tal vez sugestionado por el
lugar, percibí el silencio de las lápidas, y de la tierra mansa. La paz extrema
era quebrada apenas por el sonido de mis pasos lentos y el idioma ligero de los
pájaros. El camposanto pequeño, apretado por sus paredes bajas, me hizo pensar
en el significado de esta palabra que suaviza el rigor doloroso de los
cementerios. Última morada de un pueblo, pintura sencilla de respeto y adiós
transitorio, al que todos estamos sujetos.
Aquí sobra espacio para
otros cien años, me dije, huecos que dejó la emigración hacia los centros
urbanos, en alguna depresión económica, cuando ser campesino reflejaba
sacrificio y pesares, y alegrías a veces pasajeras.
Entonces la comarca se fue
despoblando, dejando decrépitas las paredes y vacíos los surcos, donde antes
era lino, trigo, maíz, y crecían hijos.
Al final de un camino prolijo
que recorro buscando historias, marchando en bicicleta, perdura con nuevos
aires el sueño de los fundadores italianos, Cavour. Las casas antiguas mostrando
su orgullo todavía erguido junto a las actuales, de templo frente a la plaza,
de escuela con gorjeos y promesas de niños. En el extremo norte del trazado, en
un rincón que parece perderse en el tiempo, yace la primera escuelita, herida
por los años, custodiada por un ombú centenario que sigue robusto y verde,
arraigado al suelo con sus raíces nobles y fuertes, como en su mejor edad que
dejó testigos.
Hacia el Este, cerrando mi
fotografía escrita, lamento la vieja cancha del Atlético, ausente de público,
pelota y jugadores, camisetas rivales y goles, que sin motivos para despertar, permanece
moribunda.
Guardé, en las éstas líneas
finales, un puñado de nombres, personas que no he conocido; Pirola, Goddio,
Longoni, Widder, Ghelfi, Arnold, Barlasina, Cammisi, entre otros. Gente que
dejó señales de amor, trabajo y esperanza, cumpliendo el ciclo de la vida,
poniendo música humana donde había sido la nada. (Texto y fotografías de José López Romero)
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