El tiempo se prende al mármol como la estela de un recuerdo se dibuja en la mente. Los sitios pasan tal cual las voces y sus lenguas, los olores de la vida, el adiós o el amor que estuvo a nuestro lado en el mismo tren.

jueves, 31 de mayo de 2012

el niño de la bicicleta azul (a modo de ensayo)


Los caminos y senderos del campo cercano a la ciudad mantienen su encanto, árboles más o menos. Habiendo hurgado en relatos vividos de la vieja colonia Esperanza, a sus hombres y paisajes me refiero, sigo apreciando su belleza agreste, o lo que va quedando de ella, embestida por la prepotencia del progreso. No quiero decir de sus asesinatos arbóreos, pues lo habré escrito en otras melancolías sobre el tema, al no comprender el sacrificio de la naturaleza, por un poco más de espacio para la siembra. Deduzco y siento que vamos perdiendo por encima de las ganancias, y alguno dirá; “yo hago lo que quiero con mi tierra”. Otros, los menos, argumentarán que no hay dueños a muerte de cosas materiales, todo nos está prestado, con justicia o sin ella, y el advenimiento de la parca lo confirmará siempre, de acá nadie llevará un solo cobre al otro mundo, salvo sus secretos, que se desvanecerán en el silencioso barranco de la nada, donde todo se iguala.
Al entonar la introducción, no era la idea desgranar estos vagos pensamientos, sino ensayar una semblanza a la inocencia de aquél niño de la bicicleta azul, que encontré en mi andanza de pedalero consuetudinario.
El viento sur marcaba mi rumbo en una media tarde templada de otoño, y al doblar en la esquina de la escuelita, que mirando hacia el norte está a la derecha del camino a Cululú, esbocé en mi mente su hermoso destino de letras y números, donde la infancia aprende a vestir sueños de guardapolvos blancos. Por allí apareció el pequeño campesino de gorra gris montado en su bicicleta azul de ruedas chicas, una “mini” de las de antes. No se si sugestionado por la ropa de ciclista, se puso a mi lado y se esforzó por mantener mi ritmo. Yo desde un asiento alto, y él, de la estatura de sus doce  años y el rodado enano, nos miramos. Ese contacto fue suficiente para reconocernos compatibles para las  preguntas y respuestas en el tramo que hicimos juntos; “yo voy hasta de mi abuelo”, terminó diciendo y ahí, a poco de ruta 70 nos despedimos sin parar la marcha. Crucé el asfalto y miré a lo lejos diciéndome que por delante me esperaba una especie de calvario, salvando la irreverencia del ejemplo para describir los “huellones” y pozos por transitar, testigos de la última lluvia.
Atrás quedaba el saludable encuentro, casual y efímero con el pibe, quien me prendió su mirada limpia y la simpatía de su conversación descontaminada, de lo cual dejo fiel constancia en estas líneas de mi libro de aventuras.                                                                          (Un texto de José López Romero)

viernes, 18 de mayo de 2012

fotografía escrita (a modo de ensayo)



Tal vez sugestionado por el lugar, percibí el silencio de las lápidas, y de la tierra mansa. La paz extrema era quebrada apenas por el sonido de mis pasos lentos y el idioma ligero de los pájaros. El camposanto pequeño, apretado por sus paredes bajas, me hizo pensar en el significado de esta palabra que suaviza el rigor doloroso de los cementerios. Última morada de un pueblo, pintura sencilla de respeto y adiós transitorio, al que todos estamos sujetos.
Aquí sobra espacio para otros cien años, me dije, huecos que dejó la emigración hacia los centros urbanos, en alguna depresión económica, cuando ser campesino reflejaba sacrificio y pesares, y alegrías a veces pasajeras.
Entonces la comarca se fue despoblando, dejando decrépitas las paredes y vacíos los surcos, donde antes era lino, trigo, maíz, y crecían hijos.
Al final de un camino prolijo que recorro buscando historias, marchando en bicicleta, perdura con nuevos aires el sueño de los fundadores italianos, Cavour. Las casas antiguas mostrando su orgullo todavía erguido junto a las actuales, de templo frente a la plaza, de escuela con gorjeos y promesas de niños. En el extremo norte del trazado, en un rincón que parece perderse en el tiempo, yace la primera escuelita, herida por los años, custodiada por un ombú centenario que sigue robusto y verde, arraigado al suelo con sus raíces nobles y fuertes, como en su mejor edad que dejó testigos.
Hacia el Este, cerrando mi fotografía escrita, lamento la vieja cancha del Atlético, ausente de público, pelota y jugadores, camisetas rivales y goles, que sin motivos para despertar, permanece moribunda.
Guardé, en las éstas líneas finales, un puñado de nombres, personas que no he conocido; Pirola, Goddio, Longoni, Widder, Ghelfi, Arnold, Barlasina, Cammisi, entre otros. Gente que dejó señales de amor, trabajo y esperanza, cumpliendo el ciclo de la vida, poniendo música humana donde había sido la nada.                                                                                                       (Texto y fotografías de José López Romero)