Los caminos y senderos del
campo cercano a la ciudad mantienen su encanto, árboles más o menos. Habiendo
hurgado en relatos vividos de la vieja colonia Esperanza, a sus hombres y paisajes
me refiero, sigo apreciando su belleza agreste, o lo que va quedando de ella,
embestida por la prepotencia del progreso. No quiero decir de sus asesinatos arbóreos,
pues lo habré escrito en otras melancolías sobre el tema, al no comprender el
sacrificio de la naturaleza, por un poco más de espacio para la siembra.
Deduzco y siento que vamos perdiendo por encima de las ganancias, y alguno
dirá; “yo hago lo que quiero con mi tierra”. Otros, los menos, argumentarán que
no hay dueños a muerte de cosas materiales, todo nos está prestado, con
justicia o sin ella, y el advenimiento de la parca lo confirmará siempre, de
acá nadie llevará un solo cobre al otro mundo, salvo sus secretos, que se
desvanecerán en el silencioso barranco de la nada, donde todo se iguala.
Al entonar la introducción,
no era la idea desgranar estos vagos pensamientos, sino ensayar una semblanza a
la inocencia de aquél niño de la bicicleta azul, que encontré en mi andanza de
pedalero consuetudinario.
El viento sur marcaba mi
rumbo en una media tarde templada de otoño, y al doblar en la esquina de la
escuelita, que mirando hacia el norte está a la derecha del camino a Cululú,
esbocé en mi mente su hermoso destino de letras y números, donde la infancia
aprende a vestir sueños de guardapolvos blancos. Por allí apareció el pequeño
campesino de gorra gris montado en su bicicleta azul de ruedas chicas, una
“mini” de las de antes. No se si sugestionado por la ropa de ciclista, se puso
a mi lado y se esforzó por mantener mi ritmo. Yo desde un asiento alto, y él,
de la estatura de sus doce años y el
rodado enano, nos miramos. Ese contacto fue suficiente para reconocernos compatibles
para las preguntas y respuestas en el
tramo que hicimos juntos; “yo voy hasta de mi abuelo”, terminó diciendo y ahí,
a poco de ruta 70 nos despedimos sin parar la marcha. Crucé el asfalto y miré a
lo lejos diciéndome que por delante me esperaba una especie de calvario,
salvando la irreverencia del ejemplo para describir los “huellones” y pozos por
transitar, testigos de la última lluvia.
Atrás quedaba el saludable
encuentro, casual y efímero con el pibe, quien me prendió su mirada limpia y la
simpatía de su conversación descontaminada, de lo cual dejo fiel constancia en
estas líneas de mi libro de aventuras. (Un texto de José López
Romero)
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